El Orinoco
El Dorado
El único afortunado
El tesoro de los
frailes
Los Petroglifos
|
Los primitivos habitantes del Orinoco, al igual que los cristianos, tenían su Dios y toda una concepción de la naturaleza, sólo que su dios no era tan omnipotente, pues solía requerir de la ayuda de su hermano, hasta que un día de manera sorpresiva llegaron los conquistadores afanados por el oro y lo trastocaron todo.
Amalivaca consultaba a su hermano
Vocci y se la llevaban bien. Tenía
Amalivaca dos hijas, a una de las cuales, dice la leyenda, que le inutilizó las
piernas para que se quedara echando raíces en la tierra prometida.
Y la tierra que Amalivaca
obsequió a los aborígenes nada tenía que envidiarle al Paraíso perdido de Adán
y Eva. Como aquel cantado por Milton,
era este de Guayana un paraíso con grandes ríos, cascadas, lagos, remansos,
oro, bedelio, ónice, aire purísimo, árboles de todos los frutos, tamaños y
colores.
Por ello, Colón, que tanto sabía
del Paraíso cristiano, lo embargan estas cavilaciones al navegar frente al
estuario donde el Orinoco se reparte en vástagos hacia la aventura del mar.
Grandes indicios son estos
del Paraíso terrenal porque sitio es conforme a la opinión de estos santos e
sanos teólogos, y así mismo las señales son muy conformes que yo jamás leí ni
oí que tanta cantidad de agua dulce fuese así e vecina con la salada; y de ello
ayuda la suavísima temperancia, y si de allí del Paraíso no sale, parece aún mayor
maravilla, porque no creo que se sepa en el mundo de río tan grande y tan
fondo.
El predestinado Almirante se
aproximaba inconscientemente a la verdad mitológica de los aborígenes que
creían aquello de veras como el Paraíso.
Un Paraíso donde aún anida el infierno de la Manigua que atrae y devora
a los afiebrados buscadores de oro.
Aquel Paraíso tenía su Dios que era Amalivaca, el dios de la esperanza
que llega, procrea y luego parte en una curiara hacia el otro lado del mar,
dejando en el alma de los moradores el presentimiento del retorno.
Dice
la leyenda que después de largo tiempo regresó Amalivaca cortejado por su
hermano Voccí y dos hijas a fin de continuar perfeccionando su obra en aquella
tierra paradisíaca. Entonces fue cuando
concibió al Orinoco para facilitar la comunicación entre un lugar y otro de la
extensa y prodigiosa geografía de Guayana; pero los aborígenes, no obstante lo
contento y maravillado que estaban, propusieron a su dios que la obra fuese más
completa en el sentido de que en vez de una corriente de agua descendente
creara otra con la misma fuerza a la inversa de suerte que los remadores no se
agotaran. Amalivaca consultó a su
hermano Vocci y tras larga reflexión convino con los aborígenes que mayor
beneficio traería para ellos poner a prueba su ingenio y habilidades
aprovechando los vientos. Así lo
hicieron e inventaron la navegación a vela.
Después de Amalivaca hubo otro
Dios, el que trajeron los conquistadores para dar lugar a un sincretismo de la
más variada y ricas formas. De esa
forzada comunión de culturas emergió el Dorado, gran Señor de la enigmática
Manoa que todavía buscan valientes e ilusos aventureros entre la maraña
intrincada de la selva.
Manoa era un lugar legendario de
fabulosas riquezas y un lago sagrado donde de iniciaba el Gran Señor de la
tribu a través de un rito que implicaba sumergirse en él con la piel cubierta
de oro hecho polvo.
Tratando de dar infructuosamente
con este lugar se gastaron fortunas y perdieron la vida millares de nativos y
europeos. Otros se hicieron notables y
trascendieron por sus obras y hazañas como Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador
de Bogotá; Santiago de Belalcazar, conquistador del Ecuador; Antonio de Berrío,
fundador de Guayana; los alemanes Ambrosio Alfínger Felipe Hutten y Nicolás
Federmann, representantes de los banqueros Welser en Venezuela y el inglés Sir
Walter Raleight, caballero de la Reina Isabel.
Uno de los más recientes y
modernos aventureros fue el norteamericano Jimmy Angel, que creía ver vestigios
del legendario país de los Omaguas en la Meseta del Auyantepuy, sobre la que
temerariamente aterrizó su avioneta Flamingo, pero no encontró más que
turbulencia batiendo el pajonal de un lugar fangoso, piedras como monumentos
labrados por el tiempo y una convergencia de aguas cristalinas que daban lugar
a la catarata más asombrosa del mundo.
La ciudad que todavía se busca
es imaginada como sitio prodigiosamente rico que relumbra a distancia porque el
oro cubre el suelo como arena, auque otra versión habla de un reino fabuloso
donde se había refugiado el perseguido hijo menor del inca Hauicanapac con
todos sus tesoros.
Jimmy Angel seguramente había
leído el Mundo Perdido de Conac Doyle o la obra de Sir Walter
Raleigh The Discoverie of the large rich and beautiful empyre of Guyana
y detenídose en el pasaje de la Montaña de Cristal a la cual
Releigh no pudo llegar, pero que vista de lejos le parecía la torre de una
iglesia de gran altura:
Desde arriba, cae un gran río que no toca el costado de
la montaña en su caída, porque sale al aire y llega al suelo con el ruido y el
clamor que producirían mil campanas gigantes golpeándose unas contra las
otras. Yo creo que no existe en el mundo
una cascada tan grande ni tan maravillosa.
Berrío me dijo que en su cumbre hay oro y piedras preciosas que brillan a la distancia. Pero lo que ella contiene, yo no se, ni él,
ya que ninguno de sus hombres han logrado ascender por el costado dada la
hostilidad de los habitantes del lugar y las dificultades que hay en el camino.
Juan Bolívar, piloto de
helicóptero, descendiente de una etnia de Camurica, muerto en accidente vial y
al que acompañé en ciertas ocasiones, creía y hablaba de esa ciudad perdida y
no desaprovechaba vuelo que hiciera por lo confines de Guayana para desde las
nubes escudriñar la inmensidad de la selva.
También él, siguiendo la visión
de Raleigh, estaba convencido de la existencia de unos extraños personajes,
especie de gnomos custodiando los tesoros que moraban en simas como las de Jaua
y Sarisariñama. Tales los Ewaipanomas,
hombres sin cabeza, con la cara en el pecho y el cabello en los hombros. Hablaba de misteriosos ríos de extrañas ondas
que dan vida o muerte según la hora en que se beban sus aguas: vivificantes a
la media noche y letales antes o después.
El único hispano que según su
propia versión caminó por las calles de Manoa fue Juan Martínez, maestro de
municiones de don Diego de Ordaz. A
punto de ser fusilado por el expedicionario, Martínez logró escapar y llegar moribundo a un paraje del Orinoco
donde fue rescatado por indios guayanos y llevado a la ciudad dorada, pero con los ojos
vendados. Después de siete meses el cacique le preguntó si deseaba permanecer o
regresar y, Martínez, optando por lo último, fue sacado de Manoa con varias
camazas repletas del precioso metal.
Indios enemigos del gran Señor de Manoa se las confiscaron, menos dos
que pudo salvar y cargar consigo al salir del Orinoco.
Martínez como pudo llegó a
Trinidad, de allí pasó a Margarita y finalmente halló quien lo llevara a San
Juan de Puerto Rico donde permaneció hasta su muerte aguardando quien le
hiciera el favor de retornarlo a España.
Su estada accidental en la enigmática Manoa la narró a los frailes poco
antes de su fallecimiento y, según Walter Raleigh, la relación se hallaba en la
Cancillería de Puerto Rico, de la que don Antonio de Berrío obtuvo copia que le
fue mostrada cuando lo hizo preso en el curso de su primera expedición.
Tras la guerra de Independencia,
la búsqueda de El Dorado o la perdida ciudad de Manoa fue perdiendo fuerza con
la añagaza del Tesoro de los Frailes, algo supuestamente localizable, concreto
y factible.
El Tesoro de los Frailes de las
antiguas Misiones del Caroni, habría sido ocultado bajo tierra ante la
inminente entrada del ejército patriota comandado por el General Manuel Piar.
En lingotes de oro y onzas
españolas se ha dicho que este tesoro estaba enterrado en las inmediaciones del
convento y de la iglesia de la Purísima Concepción, de la que ya no queda sino
ruinas. Pero como allí no aparecía, los
buscadores continuaron volteando la tierra de las distintas misiones, entre
ellas, las más próximas a la región del Yuruari y del Yuruán, en cuyo curso y
sobre roca se ve tallada la imagen de un Capuchino señalando cierto derrotero
impreciso. Al final por esa región fue
hallado el gran tesoro dorado; pero, no en lingotes y onzas como suponían, sino
en cochano y prodigiosas vetas que aún no se agotan.
Se cuenta que Amalivaca, después
del diluvio, quiso dejar evidencias de su visita a las tierras del Orinoco y
junto con su hermano Vocci y un pintoresco cortejo de toninas hizo un recorrido
por los lugares donde los pronunciamientos rocosos monumentales le resultaron
ideales para grabar signos sobre la piedra y de esta forma dejar a la
posteridad testimonio de su paso por estas tierras.
Los indios al pasar y toparse con
estos litoglíficos, se aplican ají en los ojos para no verlos. De esta manera creen librarse del maleficio
que supone el tener que enfrentarse con sus misterios. En cambio, los criollos asocian estos
grabados con referencias respecto a tesoros escondidos, lo que explica las
excavaciones localizadas en las inmediaciones de numerosos petroglíficos de
Guayana, como en Las Lajitas del Cuchivero y en la Piedra del Sol y de la Luna
en Santa Rosalía donde los buscadores de oro abrieron boquetes de varios metros
de profundidad.
Amalivaca, el Dorado, el Tesoro
de los frailes, tienen muchos de fantasía, pero en el fondo siempre ha habido
una verdad que hoy como la fantasía de ayer se nos escapa de las manos y nos
hace perder el sentido de la realidad.
Aquellos extraños señores de
recia armadura que invadieron el inmenso suelo de Amalivaca y se obnubilaron
con sus riquezas, no estaban tan perdidos ni su intuición tan extraviada. El Dorado existía a flor de arena y en las
entrañas de la tierra y, finalmente, lo hallaron quienes todavía lo
explotan en los barrancos y vetas de
Tupuquén, Caratal y El Callao.
No hay comentarios:
Publicar un comentario